La última crónica de Alamgir: Un poema en prosa de Ranjit Hoskote
La India de los mogoles forma parte del imaginario cultural indio, con el Taj Mahal como máxima expresión de la representación estereotípica. Pero: ¿qué dicen los propios indios? ¿Qué escriben cuando hablan de este periodo de esplendor y guerras?
En el poema en prosa titulado 'La última crónica de Alamgir', Ranjit Hoskote adopta la voz del emperador Aurangzeb (Alamgir, en el texto; hijo del emperador Shah Jahan) en sus últimos días, para crear un rico mosaico de imágenes poderosas. El poema está plagado de ensoñaciones sorprendentes, de sutiles referencias históricas y tiene la fuerza de las reflexiones que sobrepasan los límites del entorno cultural y apelan a lo más profundo de la mente del lector.
Os ofrecemos a continuación la primera parte del poema, que como el resto de los poemas de Hoskote aparecerá publicado esta primavera en ediciones Amargord, dentro de la colección Aravali de poesía del subcontinente indio.
La última crónica de Alamgir
I
Cuando el calor toma el control, soy su criatura, y no ya un hombre
con un objetivo. La bomba en mi cabeza, en cuenta atrás durante años, se detiene.
La abubilla que repiqueteaba cada mañana con su largo pico excavador en el cristal
se ha ido volando; no está aquí para levantar de repente su cresta marrón para
avisarme de dónde ha de venir el siguiente ataque. La mitad del día perdida en
una indolente partida de ajedrez, y ahora voy caminando con brío junto a
mansiones cuyos dueños han desaparecido, casas vacías que se han marchitado, se
han derrumbado sobre la polvorienta hierba de las aceras.
Hay algo de su derrotismo que se mete en el alma: sangre que tira de
los huesos, mitad fantasma y mitad deseo tozudo de seguir adelante, me voy tambaleando
entre las sombras alargadas que las calles me arrojan. Mantente a la derecha y ten
cuidado con los conductores tramposos: incluso un sonámbulo debe cumplir la
ley, incluso mientras se tambalea entre esas sombras inclinadas, hasta llegar
al sol al final de la plaza.
Esto, aquí, es el mediodía. Todo esto y un campanario que se arroja
desde un tejado de azulejos rojos. El viento lanza una lluvia de monedas de
plata a través de un manzano silvestre que ha chupado todo el agua que podía de
esta tierra, y ahora da su última batalla. Estaba aquí mucho antes de que los
soldados de mi abuelo cabalgaran por vez primera en esta provincia, por calles
que habían alineado con las cabezas empaladas de los rebeldes. Y sus ramas se
oxidan, como deben hacer las ramas en señal de bienvenida, hasta que las hojas
se convierten en un único brillo de verde atigrado. Cuando estás tumbado en
soledad, como yo, durante tantos veranos, no es de extrañar que tan sólo las
primeras cosas, y las últimas cosas, adquieran importancia. Sobre todo lo que
interviene, se corre un discreto velo. Un zumbido de helicópteros, su sonido bronco
rasgando las prudentes cláusulas de la historia. Y una explosión de cornetas que
rasguea las líneas enredadas del telégrafo. Curiosas señales desde el futuro,
pero ni un cuervo a la vista.
Ya no firmo mis decretos. No puedo desperdiciar mi menguante energía
intentando descifrar líneas de jeroglíficos que son tan estériles como la
carretera de Ashkabad. Ya no conozco el país tan bien como antes: es lo que
sucede cuando los lacayos dejan de
traerte decretos para firmar. Entonces, ya no puedes decir en qué dirección
apuntará el bicéfalo dios del tiempo. Pierdes tu don de la profecía, y no puedes
predecir el futuro por los patrones que se forman en la roja cera del sello
real. Es un sacrificio, pero lo acepto con elegancia estoica. Un
principio del crecimiento: conforme envejeces, tus necesidades son cada vez
menores. O así deberían ser. Pero no debo moralizar. Nunca fue mi costumbre
hacerlo, ni tengo autoridad para acuñar preceptos para los demás.
Cuando era joven, apenas diecisiete, quise Ashkabad y Deha al este, y
Shrath en los lejanas fronteras del oeste, y Gelesh, ese lugar de horizontes
que se desvanecen, donde el cielo se hunde en el mar y los capitanes de navíos
de altos mástiles no saben si navegan entre mareas o en las nubes. En pocas
palabras: toda la extensión del imperio, ni un distrito menos. No podía
esperar, aquí que maté a todos mis rivales, reales o imaginarios, en el campo
de batalla o por engaños, en singular combate o en el potro de torturas. Así
acabo mi padre, y mis hermanos, mis primos, en otras palabras, contendientes y
pretendientes, y después, mis propios prudentes consejeros. Ese tipo de matanza
era la costumbre, por supuesto. Mi padre lo hizo antes que yo, y su padre antes
que él: así que ¿quién era yo para romper con la tradición familiar?
Y aquí estoy ahora, el precipitado de estos deseos tan complicados, estas
sanguinarias espirales de genes: tumbado bajo esta cúpula, reseco por el calor
del sur como una cáscara amarillenta. El panorama ante mis ojos está vacío, a
excepción de una roca, y por fin, de un cuervo. Y poco después una nube del
azul del trueno, cantando para sí misma, que irá navegando a otro lugar para
soltar su carga de lluvia.
No se puede amarrar la mente aquí: me hundo en sueños. La cúpula se
dobla a mi alrededor como una placenta de mármol. El sol salpica de dorado el color
castaño de unos ojos recordados. Todo es frío y marmóreo al tacto. Me hundo aún
más. Un rostro blanco como la tiza y la rasgada caída de una media luna de
acero. Y después una banda de mercenarios con dientes de sierra, abriéndose
camino entre los espacios de las colinas, precipitándose por valles donde los herreros
han olvidado las delicadas artes del alfanje y la brida. Me hundo hacia el
norte para encontrarme con los ancestros de mi madre, que bajan de nuevo, sobre
las laderas del este.
El cielo es hoy un finísimo
tejido. Si pudiera, lo humedecería con las pocas lágrimas que me quedan, y lo
vería arrugarse, y destrozaría sus pliegues con mis propias manos. ¿Quién iba a
creer que soy el emperador Alamgir?
Traducción: Nuño Aguirre
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